Hay ciudades que no necesitas imaginar. Entras en ellas y simplemente… estás en otro tiempo. Así me pasó con Brujas. Desde que puse un pie en sus calles empedradas sentí que todo alrededor estaba vivo, pero de otro siglo. Es medieval, sí, pero no de forma forzada ni “de postal”—es como si la ciudad llevara siglos posando sin saberlo.
Lo que más me atrapó fue su arquitectura: casitas con techos en punta, fachadas antiguas, ladrillos rojizos, y muchas, muchísimas gárgolas. De esas que parecen observarte con una mezcla de burla y sabiduría. Algunas están sobre iglesias, otras en edificios públicos, y otras simplemente adornando casas, como si fueran guardianes del pasado. Y entre gárgolas, también dragones tallados que le dan un aire medio gótico, medio fantástico. Me fascinó. Es como si todo tuviera un simbolismo oculto.
La ciudad también me recordó un poco a Venecia—por los canales, claro. Pero con menos alboroto y más encanto silencioso. Muchas calles terminan en puentes de piedra que cruzan canales calmos, y las casas están justo al nivel del agua. Hay algo muy especial en eso: ver cómo la arquitectura y el paisaje se funden con el agua, como si los edificios flotaran sobre su reflejo. Es un lugar que se siente vivo, pero con una calma que contagia.
Pasamos por Gante en tren, y aunque no bajamos, desde la ventana ya se veía increíble—más grande, con torres altísimas y una energía aún más medieval. Me quedé con las ganas de explorarla. Pero bueno, eso solo significa que tengo una excusa para volver.
Además de lo visual, hay que decirlo: en Brujas se come y se bebe como en ningún lado. El chocolate belga está en todos lados, las cervezas artesanales son deliciosas (probé una llamada “Brugse Zot” y fue un golazo), y hasta las papas fritas son diferentes, más crocantes, más “belgas”.
También vale mucho la pena subir al Belfort, esa torre altísima que se ve desde casi cualquier punto de la ciudad. Son 366 escalones (sí, los conté mentalmente porque cada uno duele), pero la vista desde arriba vale totalmente la pena.
Y por supuesto, la Basílica de la Santa Sangre es otro rincón inolvidable. Chiquita pero cargada de historia, con esa mezcla de capilla románica y gótica que se siente sagrada aunque no seas religioso.
En resumen, Brujas me pareció un sueño medieval perfectamente conservado, lleno de detalles que te obligan a mirar hacia arriba y hacia adentro. Si te gustan los lugares con alma, con simbolismos y una estética que parece sacada de un cuento oscuro pero hermoso, este destino te va a encantar. Eso sí, si puedes, agrega Gante al itinerario—yo ya me lo prometí para la próxima.

